Ganadores del concurso de literatura creativa 2021. Tená
A continuación los relatos ganadores del II Concurso de literatura creativa 2024.
Temática: Terror- suspenso.
Relato corto.
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Relato 1:
El extraño caso de Victoria
Autor: José J. Morera Zeledón.
Relato ganador
“Las personas se parecen a lo que hacen”, había leído en la pared de una casa amarilla. Iba
con la prisa de los universitarios, pensando mientras caminaba, ordenando en mi cabeza por
milésima vez el itinerario de mitad del semestre. Acababa de pasar el aguacero y las nubes
soltaban un lagrimeo delgado como si el cielo sollozara. El clima perfecto para un estudiante
de letras, derrotado en el amor, golpeado por las drogas y con sus esperanzas puestas en sacar
un título para ir a refugiarse a un manicomio de horrendos señoritos que no titubearán en
desairar a un condenado.
Con ese color gris metido en el pecho, arqueado de hambre, con dos tazas de café en la
cabeza, llegué a esconderme en un rincón de la biblioteca. Como de costumbre, buscando
escampadero en los libros, bálsamo de los desdichados. Para el dolor basta con echar una ojeada
a la gente de Numancia o leer los monólogos de Pleberio, el papá de Melibea que, ante el
suicidio de su hija, importunaba a la vida aduciendo de ella que es “un laberinto de errores, un
desierto espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena
de cieno, región llena de espinas” ... Leer es un acto de supervivencia, me consolaba diciendo
en el rigor de la tarde, domadora de hombres. Entre estos desvaríos, apareció Victoria, una
mujer parecida a una biblioteca. Fue cuando la vi que me llegó el chispazo de la frase escrita
en la pared de la casa. Victoria, la bibliotecaria, una mujer que lleva en su semblante el silencio
de los libros y en sus pasos la parsimonia de las letras. Bien podría decirse de ella que tiene la
hermosura de las hojas secas, el color mezclado de todos los libros, el aire retraído de la
sabiduría y el ritmo acompasado de las manecillas del reloj.
Me impresionó descubrir su presencia, porque fue como uno de esos momentos en los que
parece que nada está pasando, como una suspensión de la realidad operatoria, como si la
estuviera viendo en el libro que tenía en mis manos. Aunque no hablamos ni una palabra, me
pareció notar en su cara el asomo del miedo, la palidez que sobrevive al primer susto. Hice
caso omiso de esta observación, más porque no sospeché cosa alguna y, con la idea que tenía
sobre ella, me pareció que era una más de sus cualidades herméticas.
Un pájaro gritó las cinco de la tarde en la orqueta de un árbol de guarumo. Fue como un
grito de guerra, para abrirle campo a la noche, un pájaro pregonero de las sombras, abucheador,
un grito parecido a un insulto.
Como tenía una reunión importante a las siete, en la casa de los locos, cogí el bolso, como
quien lleva un saco peregrino y me deslicé entre las estanterías, como un centurión raquítico.
De a haber sabido lo que aquella salida significaría, no me hubiera movido de ahí. Me he
reclamado esta tarde, más que nunca, lo distraído de mi carácter. ¿Cómo fui capaz? Temo que
esto no pueda perdonármelo nunca. Ahora que lo pienso, en la sección 8 de literatura, el lugar
del desdén, no estábamos más que ella y yo, separados por el silencio ingrato de la omisión.
Por más que lo vea ahora, en ese momento nada pensé, porque uno piensa las cosas mejor
después de que suceden y, ante la ausencia de sospechas (“en una biblioteca nunca pasa nada
que sea digno de contar”), me precipité a la calle con la borrachera seca que me producen estas
horas de tránsito. Del día solo quedaba una delgada línea triste y bermeja.
En todo suceso hay huecos insondables. No pretendo darle a este pobre relato un carácter
detectivesco, porque como verán, no lo necesita. Recuerdo que al salir alguien me despachó,
como sucede habitualmente. Mi reunión empezó a la hora acordada y transcurrió mejor de lo
que creí, pues había jurado que de ahí iban a salir uno o dos muertos.
Llegué a la casa, arrastrando la pesada carga que conlleva la convivencia con mis semejantes.
Después de ordenar algunos asuntos, de enviar una tarea y terminar un reporte de lectura, dormí
pesadamente, no sin antes asegurarme de fijar la alarma para las seis. Tuve un sueño horrible
con Victoria: estábamos en la biblioteca. Ella me ayudaba a buscar un libro cuando, de pronto,
empezaron a brotar gusanos de estanterías. La agarré de los hombros como queriendo
defenderla y sentí el amor de mi propia madre en el contacto con ella. La frialdad de Victoria
me resultaba atrayente, me atrevo a decir que, ante el hielo de su temperamento, yo quedaba
vulnerable. Me hubiera gustado pedirle un abrazo, uno de madre postiza, en su regazo con olor
a libros.
No fue la alarma quien me despertó, sino una llamada telefónica de un número privado.
— ¿Rubén Molina?, preguntó una voz gruesa e inquisidora.
— Si señor, respondí, ¿en qué le puedo ayudar a estas horas?
Me pareció ver en el teléfono las tres de la madrugada. Al principio pensé que se trataba de
alguno de mis compas que estaba en apuros. Pero esa voz como de lija, infundió en mi pecho
un bajonazo de esos en que a uno se le aflojan las piernas.
— Necesito que se presente a la biblioteca en este mismo momento. No lo tenemos a usted
como un posible sospechoso, pero tenemos información de que estuvo aquí ayer en la tarde.
Una patrulla se dirige a su dirección en este momento, haga el favor de salir y acompañar al
oficial.
Hice lo que me pidieron. Salí y, mientras me fumaba un cigarrillo para los nervios, vi las
luces de la patrulla.
— ¡Buenos noches! ¿Don Rubén?
— Si, señor.
— Haga el favor de montarse y acompañarme.
Mi voz parecía la de otra persona, era como si algo dentro mío estuviera dejando de estar
en su lugar. Me parecía estar dentro de un panal, merced a la vibración de las abejas, mal
dormido, atormentado por el trabajo. El oficial parecía como pagado a hacer para su puesto, de
seguro acostumbrado a los sucesos más inquietantes que se urden en las madrugadas.
Llegamos a la biblioteca. El oficial me comentó que dieron conmigo porque la persona que
me despachó me conocía y porque había dejado unos datos para participar en el sorteo de un
libro de ciencia ficción. En total eran tres oficiales, dos funcionarios de la biblioteca y el esposo
de la mujer que me conocía. Como era de madrugada, no querían causar un revuelo, más porque
el caso se presentaba de una forma inaudita. Ella, al irse para su casa no se percató de que
Victoria no había salido. Se dio cuenta ya tarde de la noche y, ante su inquietud creciente,
comunicó a su esposo lo que sucedía. Tomó el teléfono y le escribió a su compañero
bibliotecario. De suerte, él estaba despierto a esa hora y atendió el teléfono. Acordaron ir a
buscarla, por si se había quedado encerrada, con la esperanza de que ella hubiera salido sin que
ellos lo notaran. Como Victoria era silenciosa, bien podría haber sido eso. Sin embargo, cuando
subieron al segundo piso, la imagen que se encontraron los llenó de espanto.
El oficial empezó las interrogaciones. Me preguntó si la había visto cuando estuve ahí y que
si había observado algo fuera de lo común. Le dije exactamente lo que les conté al principio,
que ella estaba pálida y más huraña de lo habitual según mi escaso juicio; que no habíamos
intercambiado ni una palabra y que cuando salí ella se había quedado acomodando unos libros.
— Acompáñenos, me dijo. Por favor, no puede contar nada de esto hasta que el caso no se
resuelva.
Asentí con la cabeza, sin poder articular palabra. La saliva apenas me pasaba por la garganta,
como si tuviera una pelota atravesada en el galillo. Cada grada era como subir una dimensión
en donde el aíre era cada vez más denso. El piso de arriba se había iluminado, pero las gradas
estaban oscuras, de manera que la luz de los focos proyectaba nuestras sombras descorridas.
Ella estaba tirada boca abajo en medio de dos estantes, juntado los brazos como si protegiera
algo. El oficial me hizo observar unas huellas de sangre que se formaban discontinuas detrás
del cuerpo. Ahí estaba el misterio. Parecían las huellas de una joven, a juzgar por el tamaño y
la forma delgada.
El espacio estaba alumbrado a media luz. Nos volvíamos a ver en silencio y en nuestras
caras se reflejaba el asombro, la humedad sudorosa, el extrañamiento frente a un cadáver. El
oficial, entonces, con ánimos de disipar aquel silencio lapidario, tomó la determinación de
examinar el cuerpo, para ver si habían heridas o traumas. Dicho lo cual, al levantar el hombro
para darle vuelta, se encontró con la nota que Victoria tenía entre sus manos. Todos nos
suspendimos al ver las letras rojas sobre el papel amarillo, pues nos parecía una situación
diabólica. Después de zafar el papel de las manos muertas, el oficial leyó lo siguiente:
Había oído los rumores de una figura misteriosa que aparecía entre los estantes de
literatura. Como no podía dar crédito de lo que veía, permanecí en silencio. Había visto
también huellas rojas como de pasos ensangrentados que aparecían y desaparecían sigilosos.
Un día me puse a observar por la ranura de la puerta y en vano permanecí en silencio casi
dos horas. Continué con mis labores, temerosa de que algo insólito estuviera a las puertas.
Esta tarde, entró un joven de aspecto huraño, que había visto varias veces. Tuve intenciones
de comunicarle mi preocupación, pues la figura había reanudado con doblada insistencia sus
visitas. Sabía que el muchacho era de literatura, porque en ocasiones lo había ayudado a
buscar libros. Yo estaba pálida y él debió notarlo, aunque en su ensimismamiento no fui objeto
de su atención. El caso es que, al abandonar sus labores, quedé en la soledad más absoluta
que hasta hoy había experimentado. Entonces fue cuando empezó el camino de mi muerte. Si,
escribo desde la agonía. Apenas puedo sostener esta pluma maldita con la que se me ha
obligado a escribir.
Hace un tiempo invoqué, con algo de inocencia, a los espíritus infernales que respondían a
los nombres de Damahu, Lumech, Gadal, Pancia, Valoas, Marod, Lamidoch, Ancretán,
Mitran, y Adonay, para que me ayudaran en todos los trabajos que me propusiera realizar
para poder llegar al conocimiento de las ciencias. En el rigor de una tormenta de medianoche,
realicé la operación infernal y me abandoné al loco desvarió de beber de la fuente del
conocimiento. Lo quería todo para mí, en silencio, como si mi capricho fuera una enfermedad.
Descarté la idea de que la conjura hiciera efecto y tomando prestado de mis tiempos de sueño
y de otros quehaceres, me entregué a la lectura. Así he leído sin lograr saciar mi sed ni un
instante.
Hace menos de un mes, empecé a escuchar los rumores. ¿Será que me buscan los
demonios?, pensé. Apenas si me acordaba de aquella invocación. Se me presentó la idea de
que el libro que utilicé para tales fines tenía una advertencia de que si no me entregaba con
devoción a la conjura iba a ser castigada en mi temeridad por los mismos espíritus a quienes
había molestado o llamado para pactar con ellos. De ser así estoy perdida, me dije. Las
apariciones me ponían en extremo nerviosa, pero no podía decir nada, era mi más íntimo
secreto. La presencia del joven, vestido de negro cerrado, fue un mal augurio. En cuanto cayó
la noche, la biblioteca se convirtió en una tumba fría. Fue cuando la vi, untada a las paredes,
una joven con las greñas color de azufre y el cuerpo lleno de ceniza, le habían cortado las
plantas de los pies, para que dejara sangre tras su paso. Vengo desde el lugar de las cosas
secretas, me dijo. Yo quedé petrificada.
Con un tintero de sangre en las manos, me dijo: “escribe, escribe, que estás maldita”. Y
con su dedo raposo, me tocó en el estómago, como si hubiera introducido en él un fuego que
no consume. “Escribe, escribe estúpida, que ya estás maldita”. Ella me miraba y se reía en mi
propia cara con insolencia. “Ahora nos perteneces. Yo soy Pancia, la que castiga a los
temerarios”. Se fue retirando poco a poco, segura de que su golpe había sido mortal. Entonces
empecé a escribir esta carta, con su tintero de sangre. No crean que me arrepiento de nada,
desde hace mucho mi corazón es una piedra. Si escribo es por dejar esclarecido el crimen,
para que ninguno de ustedes se vea en apuros. No temo a las desoladas grutas ni a los ríos
subterráneos, la biblioteca ha sido para mí “el lugar de las cosas secretas” y si de secretos se
trata, voy a ir por ellos donde quiera que estén, como cuando abrí el libro negro e invoqué a
los espíritus infernales. Atte. Victoria C.
Cuando el oficial terminó de leer, un pájaro anunció las claras del día. Salimos en silencio,
sin mirarnos. De alguna forma la carta de Victoria nos había sacado de la angustia. Me retiré,
saludando a la mañana. Ellos se quedaron para resolver lo demás, de pie, en el umbral de la
puerta.
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Relato 2:
Venganza del más allá
Autor: Eladio A. Valerio Madriz.
Mención de honor
Cada noche, en la biblioteca, los pasillos quedaban oscuros y vacíos... excepto en la
Sección 8. Victoria, la encargada, había oído los rumores de una figura misteriosa que
aparecía entre los estantes de literatura y de unas extrañas huellas rojas. Una noche, al
acomodar unos libros, sintió un profundo escalofrío al notar que al final del pasillo, una
figura difusa sostenía un tintero rojo oscuro. Parpadeó y, atónita, vio a una niña pelirroja,
de unos diez años, frente a ella. El temor no le permitió hablar.
—¡Por favor, ayúdame! —escuchó que decía— Un hombre me secuestró, me mantuvo
encerrada por varios días, abusó de mí y luego me asesinó. No es justo que siga libre.
Mientras hablaba, con ayuda del tintero, una pluma y una hoja de papel en blanco, dibujó
el rostro de un hombre: de piel blanca, cabello negro y lacio, complexión delgada y una
cicatriz junto a su ojo izquierdo.
Victoria, aterrorizada, bajó la mirada para ver el dibujo que le mostraba y, al alzarla de
nuevo, la niña había desaparecido, dejando sólo el bosquejo como prueba de su
presencia.
Durante tres días seguidos, aquella niña volvió a aparecer, rogándole que hiciera justicia
por ella y dejando sus huellas rojas esparcidas por el piso y los ascensores.
El fin de semana siguiente, mientras Victoria hacía compras en un centro comercial,
observó una pequeña pizarra llena de anuncios. Entre ellos, vio el cartel de una persona
desaparecida: ¡una niña pelirroja! ¡La misma niña que había visto en la biblioteca! ¡No lo
podía creer!
Se llamaba Laura Rodríguez. Victoria meditó en su siguiente paso; su conciencia no la
dejaría tranquila.
Al día siguiente, se presentó en la delegación de policía y pidió ser atendida por una
mujer.
—Hola —saludó—. Soy la oficial María González. ¿En qué puedo ayudarle?
—Soy Victoria Sánchez y necesito contarle algo muy delicado —respondió—. No tiene
idea de cuánto lo he pensado antes de venir, pero si no lo hago, voy a volverme loca.
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Le habló de sus constantes encuentros con la niña, de sus ruegos y de la descripción del
violador y asesino, mientras le mostraba el dibujo hecho con tinta roja oscura.
—A ver si entiendo —dijo la oficial cuando ella concluyó—. ¿Esa figura que se le aparece
es la niña desaparecida, Laura Rodríguez?
Victoria asintió. La oficial González se levantó de su asiento y se dirigió a una oficina
cercana. Al poco tiempo, regresó y colocó una fotografía sobre el escritorio.
—¡Dios mío! —exclamó Victoria, dejando escapar un suspiro de alivio—. ¡Es él! ¡Es
idéntico al dibujo! Ahí se ve su cicatriz. ¿Ya lo tienen identificado?
—La persona que aparece en esa foto es Pablo Quesada —señaló la oficial, molesta—.
Efectivamente, concuerda con el dibujo. Él es nuestro jefe de policía. Es un hombre muy
ejemplar en la comunidad. Me extraña que usted, siendo de aquí, no lo conozca. Así que
le recomendaría que deje de hacer bromas y muestre un poco de seriedad y respeto.
Agradezca que sólo habló conmigo. Es mi deber advertirle que, si vuelve a salir con estas
tonterías, no dudaré en arrestarla y procesarla como corresponde. ¿Está claro?
A Victoria casi se le cayó la mandíbula de la fuerte impresión. Se levantó de su silla,
temerosa y avergonzada, y se retiró del lugar...
Intentó retomar su vida normal. Sin embargo, la niña pelirroja apareció de nuevo en la
Sección 8 de la biblioteca, pidiéndole ayuda.
—Ya hice todo lo que estuvo a mi alcance —respondió Victoria, frustrada—. Fui a la
policía y casi me arrestan. No puedo hacer nada más. Busca a otra persona que te ayude.
—No puedo hacerlo —sollozó la niña, alterada—. Sólo tú tienes la sensibilidad para
poder verme. Hoy, ese desalmado va tras una nueva víctima: mi amiga Leonora. Ahora
mismo la lleva engañada a su casa. Por favor, no dejes que ella pase por lo mismo.
La niña se desvaneció. Victoria dudó. Ya no quería involucrarse.
«¡Dios! ¡Esto es muy injusto!», pensó. Quince minutos después, fue a la habitación y
buscó en el armario donde su marido guardaba el arma. Verificó que estuviera cargada
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y salió hacia el vehículo. Condujo hacia el barrio donde vivía Pablo Quesada. Ya había
investigado la ubicación de su casa por Internet.
Eran casi las ocho de la noche. Al llegar frente a la casa, meditó cómo proceder. ¡Aquello
era una locura! Cinco minutos después, un vehículo se estacionó en la entrada del garaje.
De él salió el señor Quesada con una mochila. Lo reconoció por la foto, el bosquejo y la
cicatriz. Se dirigió a la puerta trasera, la abrió, y de allí emergió una niña.
—Vamos, Leonora —le escuchó decir—. Ya llegamos. Por favor, entra. Estás en tu casa.
La pequeña no opuso resistencia. Avanzó tranquilamente hacia la puerta de la casa.
Victoria no pudo soportarlo más; la presión psicológica era demasiado intensa.
Salió del coche y fue tras ellos. Al llegar a la entrada, giró la perilla y notó que estaba
abierta. Su cuerpo temblaba, a punto de sufrir un ataque al corazón.
Entró despacio, sin hacer ruido, y vio que, en la mesa del comedor, el hombre tocaba los
hombros de la niña con las manos. La indignación la invadió.
—¡Quítele las manos de encima a esa niña, cerdo! —gritó Victoria, apuntándolo con el
revólver—. ¡Aléjese lentamente de ella, o le disparo!
Pablo se volteó lentamente, petrificado al verla con un arma. Retrocedió, manteniendo
una distancia prudente entre él y la niña. La pequeña gritó, aterrada.
—¡No vaya a hacer una locura! —dijo Pablo, intentando conservar la calma—. No sé
quién es usted, pero no le haga daño a la niña.
—¡Usted es quien quiere hacerle daño! —reclamó Victoria, visiblemente alterada—. No
se ponga la máscara de santo conmigo. Conozco sus verdaderas intenciones. Le voy a
mostrar al mundo quién realmente es.
—Por favor, déjeme mostrarle quién soy —respondió el hombre con voz conciliadora.
Lentamente, Pablo llevó una mano al bolsillo trasero de su pantalón.
«¡Un arma!», pensó Victoria, alarmada. «¡El maldito va a sacar un arma!».
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Cuando la mano de Pablo comenzó a salir del bolsillo, Victoria disparó, impactándolo en
el pecho. El hombre retrocedió por el balazo recibido y, en la mano que había sacado,
sólo sostenía una identificación policial. Cayó derribado, de espaldas.
De la cocina salió una mujer corriendo apresuradamente hacia el hombre caído.
—¿Quién es usted? —gritó Victoria—. ¡Aléjese de él!
—¡Tranquila! —sollozó la mujer, angustiada—. Soy Carmen, su esposa. Por favor,
déjeme ayudar a mi marido. ¡Está perdiendo mucha sangre!
—¡Cómo es posible que usted lo ayude en algo tan funesto! —reclamó Victoria, histérica.
En la puerta de enfrente apareció la oficial María González, acompañada por otro policía.
Ambos le apuntaban con sus armas.
—Baje el revólver —ordenó González—. Hágalo despacio.
Victoria giró el rostro, sin dejar de apuntar a la mujer. La niña no cesaba de gritar.
—¡Qué dicha que llegaron! —dijo, más serena—. Esta pareja tenía secuestrada a la niña.
Iban a hacerle lo mismo que a la desaparecida Laura Rodríguez.
—Muy bien tranquila —dijo la oficial González, avanzando hacia ella—. Mi compañero y
yo nos encargaremos.
Victoria sonrió. Al fin la estaban tomando en serio. Bajó el arma y la dejó en el suelo.
La esposa de Pablo corrió hacia él, intentando detener la hemorragia.
—Marcos —ordenó la oficial, mirando a su compañero—. Llama a una ambulancia, de
inmediato.
Victoria suspiró aliviada; la niña estaba a salvo. González se le acercó, empujando el
arma lejos con una patada. Luego, con firmeza, la giró y le colocó las esposas.
—¡Disculpe! —reclamó Victoria, sobresaltada—. ¿Por qué me está poniendo las esposas
a mí? ¡Es a ellos a quienes tiene que arrestar!
La oficial suspiró profundamente, antes de responder:
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—La mujer que está allí, tratando de ayudar a su esposo, es mi tía Carmen. La niña es
Leonora, su sobrina, hija de una hermana de Pablo, mi tío político. La están cuidando
desde hace cuatro días porque su mamá tiene Covid y no querían que se contagiara.
Pablo venía, como todos los viernes, de traerla de sus clases de ballet.
El corazón de Victoria empezó a latir tan fuerte que parecía que se le iba a salir del pecho.
La llevaron de inmediato a la comandancia...
Eran las tres de la madrugada. Victoria apenas había logrado cerrar los ojos. Estaba sola
y sentada en la cama. Su mente seguía dándole vueltas a lo ocurrido.
De pronto, sintió una presencia a su lado. Era la niña pelirroja.
—¡Otra vez tú! —reclamó Victoria— ¡No quiero saber nada de ti! No entiendo... ¡yo
quería ayudarte! ¿Es que acaso Pablo Quesada no era tu asesino y violador?
—A ese señor apenas lo estoy conociendo —respondió la niña con una voz sombría.
Victoria la miró horrorizada. Ante sus ojos, la niña pelirroja de diez años se transformó
en una pequeña de cabello negro, de la misma edad, con numerosas pecas en el rostro.
—¿Quién eres? —preguntó nerviosa, retrocediendo— ¿Por qué me has hecho esto?
—Soy Patricia Vargas —dijo, mirándola con ojos de fuego—. Hace un año, venías por la
calle de Los Ángeles. Eran las seis de la tarde. Me atropellaste con tu vehículo. Ibas
borracha y te asustaste tanto que preferiste huir, dejándome a mi suerte. Allí permanecí
más de diez horas, agonizando. Si me hubieras ayudado, hoy estaría viva. Perdí
demasiada sangre. Cuando me encontraron, ya era tarde... estaba muerta.
Victoria abrió los ojos de par en par. ¡Claro que recordaba ese incidente! Venía de una
fiesta familiar y se había pasado de tragos. Ebria, decidió irse, pero en el camino atropelló
a una niña. La dejó tirada a un lado de la carretera y huyó. Nunca se lo contó a nadie.
—Esta es mi venganza —continuó la niña—. Pasarás muchos años en la cárcel.
¿Cuántos? Eso dependerá de Pablo Quesada. Si sobrevive, serán pocos. Si muere,
serán suficientes para que pagues por tus actos. Pero no te preocupes, cada noche, a
esta misma hora... vendré a visitarte.